1. Encíclicas y documentos pontificios
Aquí la “libertad religiosa” que se condena no es la libertad interior de conciencia obtetiva sino el derecho jurídico a propagar el error religioso como si fuera un bien.
- Gregorio XVI, Mirari Vos (1832)
Condena el “delirio” de la libertad de conciencia y de cultos.
9. Otra causa que ha producido muchos de los males que afligen a la iglesia es el Indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría extendida por doquier, merced a los engańos de los impíos, y que enseńa que puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres. Fácilmente en materia tan clara como evidente, podéis extirpar de vuestra grey error tan execrable. Si dice el Apóstol que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo[16], entiendan, por lo tanto, los que piensan que por todas partes se va al puerto de salvación, que, según la sentencia del Salvador, están ellos contra Cristo, pues no están con Cristo[17] y que los que no recolectan con Cristo, esparcen miserablemente, por lo cual es indudable que perecerán eternamente los que no tengan fe católica y no la guardan íntegra y sin mancha[18]; oigan a San Jerónimo que nos cuenta cómo, estando la Iglesia dividida en tres partes por el cisma, cuando alguno intentaba atraerle a su causa, decía siempre con entereza: Si alguno está unido con la Cátedra de Pedro, yo estoy con él[19]. No se hagan ilusiones porque están bautizados; a esto les responde San Agustín que no pierde su forma el sarmiento cuando está separado de la vid; pero, żde qué le sirve tal forma, si ya no vive de la raíz?[20].
10. De esa cenagosa fuente del Indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ˇY qué peor muerte para el alma que la libertad del error! decía San Agustín[21]. Y ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los cami
nos de la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto aquel abismo[22] del que, según vio San Juan, subía un humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la tierra. De aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la juventud, el desprecio por parte del pueblo- de las cosas santas y de las leyes e instituciones más respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad, porque, aun la más antigua experiencia enseńa cómo los Estados, que más florecieron por su riqueza, poder y gloria, sucumbieron por el solo mal de una inmoderada libertad de opiniones, libertad en la oratoria y ansia de novedades.
16. Las mayores desgracias vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los pueblos.
19. Que también los Príncipes, Nuestros muy amados hijos en Cristo, cooperen con su concurso y actividad para que se tornen realidad Nuestros deseos en pro de la Iglesia y del Estado. Piensen que se les ha dado la autoridad no sólo para el gobierno temporal, sino sobre todo para defender la Iglesia; y que todo cuanto por la Iglesia hagan, redundará en beneficio de su poder y de su tranquilidad; lleguen a persuadirse que han de estimar más la religión que su propio imperio, y que su mayor gloria será, digamos con San León, cuando a su propia corona la mano del Seńor venga a ańadirles la corona de la fe. Han sido constituidos como padres y tutores de los pueblos; y darán a éstos una paz y una tranquilidad tan verdadera y constante como rica en beneficios, si ponen especial cuidado en conservar la religión de aquel Seńor, que tiene escrito en la orla de su vestido: Rey de los reyes y Seńor de los que dominan.
- Pío IX, Quanta Cura (1864) + Syllabus Errorum
Rechaza que el Estado deba conceder igual derecho a todas las religiones y condena la proposición de que “cada hombre es libre de abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, juzgare verdadera”.
Sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en nuestro tiempo hay no pocos que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar «que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin preocuparse para nada de la religión, como si esta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera religión y las falsas».
Y, contra la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que «la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija». Y con esta idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m., locura[2], esto es, que «la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad _ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera_, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma».
[…] claramente se ve por qué ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que «la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho».
5. Apoyándose en el funestísimo error del comunismo y socialismo, aseguran que «la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la educación». Con esas máximas tan impías como sus tentativas, no intentan esos hombres tan falaces sino sustraer, por completo, a la saludable doctrina e influencia de la Iglesia […]
Enseñad que los reinos subsisten[9] apoyados en el fundamento de la fe católica, y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios: esto es, olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos plenamente libres[10].
- León XIII, Libertas Praestantissimum (1888)
Hace distinción entre libertad como facultad de obrar el bien y la “licencia” de propagar el error; esta última no es un derecho.
7. Lo dicho acerca de la libertad de cada individuo es fácilmente aplicable a los hombres unidos en sociedad civil. Porque lo que en cada hombre hacen la razón y la ley natural, esto mismo hace en los asociados la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. Entre estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto consiste en lo que es bueno o malo por naturaleza, añadiendo al precepto de practicar el bien y de evitar el mal la sanción conveniente. El origen de estas leyes no es en modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto, en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley eterna. En esta clase de leyes la misión del legislador civil se limita a lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los ciudadanos, castigando a los perversos y viciosos, para apartarlos del mal y devolverlos al bien, o para impedir, al menos, que perjudiquen a la sociedad y dañen a sus conciudadanos.
[…] Y para los gobernantes la libertad no está en que manden al azar y a su capricho, proceder criminal que implicaría, al mismo tiempo, grandes daños para el Estado, sino que la eficacia de las leyes humanas consiste en su reconocida derivación de la ley eterna y en la sanción exclusiva de todo lo que está contenido en esta ley eterna, como en fuente radical de todo el derecho. […] Si, por consiguiente, tenemos una ley establecida por una autoridad cualquiera, y esta ley es contraria a la recta razón y perniciosa para el Estado, su fuerza legal es nula, porque no es norma de justicia y porque aparta a los hombres del bien para el que ha sido establecido el Estado.
11. Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré[8], entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.
Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien: en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios.
15. Para dar mayor claridad a los puntos tratados es conveniente examinar por separado las diversas clases de libertad, que algunos proponen como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos, en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios[9], es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes. Y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y naturaleza: la religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguirla, para evitar un error, que, en asunto de tanta trascendencia, implicaría desastrosas consecuencias. Por esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación de la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado.
16. […] La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad.
Mucho se habla también de la Ilamada libertad de conciencia. Si esta libertad se entiende en el sentido de que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con los argumentos expuestos anteriormente.
Sin embargo, permanece siempre fija la verdad de este principio: la libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, debe ser buscada por sí misma, porque es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos. En lo tocante a la tolerancia, es sorprendente cuán lejos están de la prudencia y de la justicia de la Iglesia los seguidores del liberalismo. Porque al conceder al ciudadano en todas las materias que hemos señalado una libertad ilimitada, pierden por completo toda norma y llegan a colocar en un mismo plano de igualdad jurídica la verdad y la virtud con el error y el vicio. Y cuando la Iglesia, columna y firmamento de la verdad, maestra incorrupta de la moral verdadera, juzga que es su obligación protestar sin descanso contra una tolerancia tan licenciosa y desordenada, es entonces acusada por los liberales de falta de paciencia y mansedumbre. No advierten que al hablar así califican de vicio lo que es precisamente una virtud de la Iglesia. Por otra parte, es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo. Los que son pródigos en repartir a todos libertades sin cuento, niegan continuamente a la Iglesia su libertad.
[…] De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. […] Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este caso, nunca.
- Pío XI, Quas Primas (1925)
Aunque centrada en la realeza social de Cristo, implica que los Estados deben reconocer y someterse a la única religión verdadera, negando falsa neutralidad religiosa.
Director proyecto Con San Pelayo.
— Luis Gonzaga Palomar Morán