La paz, lejos de ser una mera ausencia de conflicto, es, en la tradición cristiana más pura, la tranquilidad en el orden. San Agustín define la paz como tranquillitas ordinis, es decir, la calma que nace del justo orden de las cosas. No hay verdadera paz donde reina la injusticia, donde el inocente es oprimido sin resistencia, y donde la sociedad abdica del uso legítimo de la fuerza para defender el bien común.
El pacifismo absoluto, que predica la renuncia total al uso de la fuerza incluso en defensa propia o de los inocentes, contradice tanto la razón natural como la Revelación. Santo Tomás de Aquino enseña claramente en la Summa Theologiae (II-II, q. 64, a. 7) que la legítima defensa, incluso con uso de la fuerza letal, es lícita cuando se dirige a la conservación de la propia vida, siempre que el efecto principal no sea la muerte del agresor, sino la preservación de uno mismo.
Así, el acto de defenderse —o de defender a los demás, como hace la autoridad legítima— no se opone a la caridad ni a la paz. Antes bien, es un acto de justicia. Negarse absolutamente al uso de la fuerza incluso cuando la justicia lo exige, es abdicar del deber moral de proteger el bien. En esta línea, los Padres de la Iglesia y los grandes teólogos escolásticos jamás promovieron una paz ficticia fundada en la pasividad frente al mal.
El Magisterio de la Iglesia también ha sostenido esta doctrina. En la encíclica Ubi Arcano Dei (1922), el Papa Pío XI condena las falsas nociones de pacifismo que socavan el deber del Estado de asegurar el orden: “No hay paz donde no hay justicia, y no hay justicia donde no hay moral cristiana”. Asimismo, en Ad Beatissimi Apostolorum (1914), Benedicto XV lamenta los horrores de la guerra, pero sin condenar su uso justo, reconociendo que mientras el pecado exista, la guerra justa —tristemente— seguirá siendo necesaria en defensa del orden.
Por tanto, el cristiano no debe dejarse seducir por ideologías pacifistas que proponen una utopía desarraigada de la realidad del pecado original. Si bien debe amar la paz y buscarla con todas sus fuerzas, también tiene el deber de oponerse al mal cuando éste amenaza el orden querido por Dios. La caridad, en ocasiones, exige resistir al agresor; y el uso proporcional y justo de la fuerza, lejos de ser contrario al Evangelio, puede ser una manifestación de amor al prójimo, especialmente al más débil y vulnerable.
Director proyecto Con San Pelayo.
— Luis Gonzaga Palomar Morán