La Iglesia, madre y maestra, ha enseñado desde los tiempos apostólicos que la verdad no se calla, ni ante el poder ni ante el peligro. San Pablo exhorta: “Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo; reprende, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tim 4,2). Esta orden es más urgente hoy, cuando el tejido cristiano de la sociedad es alterado por una inmigración masiva y desordenada, muchas veces ajena —e incluso contraria— a los principios del Evangelio.
La tradición patrística es clara: la justicia sin verdad no es justicia, y la caridad sin orden es desorden. San Agustín, en La ciudad de Dios, advierte que un pueblo que no se rige por la ley de Dios es una “multitud de bandidos”. Y es que cuando el orden justo se rompe —cuando la autoridad no defiende el bien común, ni el pueblo distingue entre hospitalidad y suicidio cultural—, los cristianos no pueden permanecer en silencio.
Santo Tomás de Aquino enseña que es virtud de fortaleza hablar incluso cuando uno teme las consecuencias (STh II-II, q.124). Callar ante la injusticia —como la sustitución cultural, la presión sobre las familias cristianas, la inseguridad creciente— es participar de ella por omisión (STh II-II, q.33, a.7). Por tanto, el cristiano debe salir a las plazas, hablar con sus vecinos, quejarse a las autoridades, escribir en los medios y publicar en redes sociales; no con violencia, sino con la claridad profética de quienes son amigos de la Verdad.
El profeta no se limita a orar en silencio: clama, denuncia, sufre y, si es necesario, muere. Así fue con Elías, con Jeremías, con san Juan Bautista. Así ha sido con los mártires de todos los siglos. No hablamos por odio, sino por amor a la verdad, al bien común, a la paz fundada en el orden. Como recuerda León XIII en Sapientiae Christianae (1890):
“El deber de los católicos no termina en la oración; deben combatir activamente por la causa de la verdad con todos los medios legítimos de que dispongan”.
Cristo no se escondió: habló en el Templo, en las sinagogas, ante los tribunales. Y advirtió: “El siervo no es mayor que su Señor. Si a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15,20). El que quiere evitar toda incomodidad no busca ser Cristo, sino protegerse a sí mismo. Pero ser cristiano es aspirar a ser como Cristo, incluso en su rechazo y cruz.
Cuanto más crece la oscuridad, más necesario es orar, clamar, hablar, y volver a orar. Así se gana la victoria espiritual, no con estrategias humanas, sino con fidelidad a Dios.
✅ Conclusión:
- Habla, denuncia, ora, exhorta, clama por la justicia del orden.
- A tiempo y a destiempo.
- Aunque te cueste amigos, cargos o libertad.
- Porque seguir a Cristo es cargar con su cruz en la plaza pública.
Director proyecto Con San Pelayo.
— Luis Gonzaga Palomar Morán