SOBRE LOS EXTRANJEROS
Artículo 3: ¿Están bien redactados los preceptos judiciales en lo que toca a las relaciones con los extranjeros?
Respondo: Las relaciones con los extranjeros pueden ser de paz o de guerra, y en uno y en otro caso son muy razonables los preceptos de la ley. Tres eran las ocasiones que se ofrecían a los hebreos de tratar pacíficamente con los extraños: primera, cuando éstos pasaban por la tierra de aquéllos como peregrinos; otra, cuando venían para establecerse en ella como forasteros. En ambos casos manda la ley usar con ellos de misericordia, pues se dice en Ex 22,20: No afligirás al forastero, y en 23,9: No serás molesto al peregrino (obj.3). La tercera ocasión era cuando algunos extranjeros pretendían incorporarse totalmente a la nación hebrea y abrazar su religión. En esto había que guardar su orden, porque no eran recibidos al instante; como en algunas naciones de gentiles se establecía que no fueran reconocidos como ciudadanos los que no tuviesen esta dignidad de sus abuelos o bisabuelos, según cuenta el Filósofo en III Polit. La razón de esto era que, si luego que llegasen fuesen admitidos los extraños a tratar los negocios del pueblo, pudieran originarse muchos peligros; pues, no estando arraigados en el amor del bien público, podrían atentar contra el pueblo. Por esto establece la ley que algunas naciones que tenían cierta afinidad con los hebreos, como los egipcios, entre quienes ellos habían nacido y se habían criado, y los idumeos, hijos de Esaú, hermano de Jacob, fueran recibidos a la tercera generación en la sociedad israelita; pero aquellos que habían tratado como enemigos a los israelitas, v.gr., los amonitas y moabitas, nunca fueran recibidos a formar parte del pueblo. Y los amalecitas, que más se habían opuesto a Israel y que con éste no tenían parentesco alguno, habían de ser tratados como enemigos perpetuos, según lo que se dice en Ex 17,16: Guerra de Yahveh contra Amalec de generación en generación.
También, en cuanto a las relaciones de guerra con los extraños, estableció la ley preceptos razonables. Porque primeramente ordena que se les declare la guerra según justicia, pues se manda en Dt 20,10 que, acercándose a una ciudad para atacarla, ante todo le ofrezcan la paz. Luego, que prosiga varonilmente la guerra comenzada, puesta en Dios la confianza. Y para mejor observar esto, dispone que, amenazando la batalla, los aliente el sacerdote prometiéndoles el auxilio divino. Y manda en tercer lugar que, para eliminar los obstáculos de la batalla, fueran despedidos a sus casas los que pudieran ser impedimento de obtener la victoria. En cuarto lugar, ordena que usen con moderación de la victoria, perdonando a las mujeres y a los niños y hasta no cortando los árboles frutales de la tierra.
A las objeciones:
1. La ley no excluye a ninguna nación del culto de Dios y de los bienes que tocan a la salud del alma, pues se dice en Ex 12,48: Si alguno de los forasteros quisiere comer la Pascua de Yahveh, deberá circuncindarse todo varón en su casa, y entonces podrá comerla, como si fuera indígena. Pero en las cosas temporales, en las que tocan a la comunidad del pueblo no eran admitidos desde luego por la razón antes dicha, pero unos hasta la tercera generación, a saber, los egipcios y los idumeos; y otros perpetuamente, en detestación de su culpa pasada, como los moabitas, amonitas y amalecitas. Como un hombre es castigado por el pecado cometido, para que, viéndolo los otros, teman y desistan de pecar, así también por un pecado puede ser castigada una nación o una ciudad, para que las demás se guarden de semejante pecado.
Sin embargo, por dispensa y en premio de algún acto virtuoso, podía alguno ser admitido en la asamblea del pueblo, como en Jdt 14,6 se dice que Aquior, jefe de los hijos de Ammón, fue agregado al pueblo de Israel y toda la descendencia de su linaje. Lo mismo se cuenta de Rut, moabita, mujer de mucha virtud (Rut 3,11). Aunque pudiera decirse que aquella prohibición miraba a los varones, no a las mujeres, a quienes no compete propiamente la ciudadanía.
2. Según dice el Filósofo en III Polit., hay dos maneras de poseer la ciudadanía. La absoluta, cuando el ciudadano puede tomar parte en todos los negocios que tocan a los ciudadanos, como en los consejos y en los tribunales del pueblo. Otra es parcial, y corresponde a los que moran en la ciudad, aun las personas plebeyas, los niños y los ancianos, que no están capacitados para ejercer las funciones de la vida ciudadana. De éstas eran excluidos, por la bajeza de su origen, los espurios, hasta la décima generación, e igualmente los eunucos, a quienes no podía concederse el honor que era propio de los que gozaban del de la paternidad, y más entre los hebreos, en quienes el culto divino se conservaba por generación carnal. Pues, aun entre los gentiles, los varones que habían engendrado muchos hijos eran distinguidos con especial honor, como el mismo Filósofo dice en II Polit. Sin embargo, en lo que toca a la gracia de Dios no se distinguían los eunucos de los demás, como tampoco los extranjeros, según queda dicho atrás (ad 1) y se dice en Is 56,3: Que no diga el extranjero allegado a Yahveh: Yahveh me ha excluido de su pueblo. Que no diga el eunuco: Yo soy un árbol seco.
3. El prestar con usura a los extraños no era conforme a la intención de la ley; era una licencia concedida en atención a ser los judíos tan inclinados a la avaricia, para que mejor se acomodaran a vivir en paz con los extraños, de quienes podían obtener algunas ganancias.
4. Entre las ciudades enemigas había que distinguir, porque unas eran remotas, que no habían sido prometidas a Israel, y en éstas, al conquistarlas, debían ser muertos los varones que luchaban contra el pueblo de Dios, perdonando a las mujeres y a los niños. Otras eran las ciudades próximas, que estaban prometidas a los hebreos, en las que todos los moradores debían ser muertos en castigo de sus iniquidades. Para su castigo, el Señor había enviado a Israel como ejecutor de su justicia. Por eso se dice en Dt 9,5: Por la maldad de esas naciones las expulsa Yahveh delante de ti. Los árboles frutales manda la ley que los respeten, por la utilidad del mismo pueblo, a quien la ciudad y su territorio quedaban sujetos.
5. Quien había edificado una casa nueva, plantado una viña o acababa de casarse estaba exento de tomar parte en la guerra, por dos razones: primera, porque lo que uno posee de nuevo o está próximo a poseerlo suele amarlo más, y, por consiguiente, suele temer más su pérdida; de donde se puede conjeturar que por este amor tema más la muerte y sea menos animoso en la pelea. La segunda es que, como dice el Filósofo en II Physic., se tiene por infortunio cuando, estando uno a punto de lograr un bien, luego es impedido de alcanzarlo. Y así, para que los allegados no se entristeciesen más por la muerte de los tales, que no habían logrado gozar de los bienes que ya tenían a la mano, y que el pueblo mismo, considerando esto, sintiese horror de la guerra, se alejaba a estos hombres del peligro de morir, eximiéndolos de la guerra.
6. Los cobardes eran despachados a su casa, no porque con esto lograsen alguna ventaja, sino porque de su presencia no sufriera el pueblo algún daño si con el miedo o con la huida de aquéllos fueran otros movidos a lo mismo.
LA GUERRA
Respondo: Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal (Rom 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador (Sal 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust. enseña: El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe.
Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest.: Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado.
Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom.: Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras.
A las objeciones:
1. Según San Agustín en el libro II Contra Manich., quien empuña la espada sin autoridad superior o legítima que lo mande o lo conceda, lo hace para derramar sangre. Mas el que con la autoridad del príncipe, o del juez, si es persona privada, o por celo de justicia, como por autoridad de Dios, si es persona pública, hace uso de la espada, no la empuña él mismo, sino que se sirven de la que otro le ha confiado. Por eso no incurre en castigo. Tampoco quienes blanden la espada con pecado mueren siempre a espada. Mas siempre perecen por su espada propia, porque por el pecado que cometen empuñando la espada incurren en pena eterna si no se arrepienten.
2. Este tipo de mandamientos, como dice San Agustín en el libro De Serm. Dom. in Monte, han de ser observados siempre con el ánimo preparado, es decir, el hombre debe estar siempre dispuesto a no resistir, o a no defenderse si no hay necesidad. A veces, sin embargo, hay que obrar de manera distinta por el bien común o también por el de aquellos con quienes se combate. Por eso, en Epist. ad Marcellinum, escribe San Agustín: Hay que hacer muchas cosas incluso con quienes se resisten, a efectos de doblegarles con cierta benigna aspereza. Pues quien se ve despojado de su inicua licencia, sufre un útil descalabro, ya que nada hay tan infeliz como la felicidad del pecador, con la que se nutre la impunidad penal; y la mala voluntad, como enemigo interior, se hace fuerte.
3. También quienes hacen la guerra justa intentan la paz. Por eso no contrarían a la paz, sino a la mala, la cual no vino el Señor a traer a la tierra (Mt 10,34). De ahí que San Agustín escriba en Ad Bonifacium: No se busca la paz para mover la guerra, sino que se infiere la guerra para conseguir la paz. Sé, pues, pacífico combatiendo, para que con la victoria aportes la utilidad de la paz a quienes combates.
4. Los ejercicios militares no están del todo prohibidos, sino los desordenados y peligrosos, que dan lugar a muertes y pillajes. Entre los antiguos tales prácticas no implicaban esos peligros, y por eso se les llamaba simulacros de armas, o contiendas incruentas, como conocemos por San Jerónimo en una de sus cartas.
LA SEDICIÓN
Definición sedición: 1. f. Alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar, sin llegar a la gravedad de la rebelión.
Artículo 1: ¿Es la sedición pecado especial distinto de los otros?
[…]
Respondo: La sedición es pecado especial que en algún aspecto coincide con la guerra y la riña, y en algo difiere de ellas. Coincide, en efecto, con la guerra y la riña en cuanto implica cierta contradicción. Se diferencia, en cambio, de ellas en dos cosas. Primera, en que la guerra y la riña implican recíproca impugnación actual; la sedición, en cambio, cabe con la impugnación actual y con la preparación para ella. De ahí que, sobre el texto de 2 Cor 12,20, afirma la Glosa que las sediciones son tumultos para la lucha, hecho que tiene lugar cuando los hombres se preparan para contender y lo buscan. Difiere también de ella, en segundo lugar, porque la guerra se hace, propiamente hablando, con los enemigos de fuera, como lucha de pueblo contra pueblo; la riña, en cambio, es lucha de un particular con otro, o de unos pocos contra otros pocos; y la sedición, por el contrario, se produce, propiamente hablando, entre las partes de una muchedumbre que discuten entre sí; por ejemplo, cuando un sector de la ciudad provoca tumultos contra el otro. Por eso, dado que la sedición se opone a un bien especial, a saber, la unidad y la paz de la multitud, es pecado especial.
A las objeciones:
1. Se llama sedicioso al que provoca sedición, y porque ésta implica cierta discordia, es sedicioso quien provoca no cualquier discordia, sino la que divide las partes de la misma multitud. Pero el pecado de sedición no está sólo en quien siembra discordias, sino también en quienes disienten desordenadamente entre sí.
2. La sedición difiere del cisma en dos cosas. Primera, en que el cisma se opone a la unidad espiritual de la multitud, es decir, a la unidad eclesiástica; la sedición, en cambio, se opone a la unidad temporal, a saber: por ejemplo, a la unidad de la ciudad o del reino. Difiere también del cisma en que éste no conlleva preparación para la lucha corporal, implicando solamente disensión espiritual; la sedición, en cambio, implica preparación para la lucha corporal.
3. La sedición, como el cisma, están contenidos en la discordia, pues una y otra son un tipo de discordia no de uno con otro, sino de un sector de la multitud con otro.
Artículo 2: ¿Es siempre pecado mortal la sedición?
[…]
Respondo: Como hemos expuesto (a.1), la sedición se opone a la unidad de la multitud, es decir, a la unidad del pueblo, de la ciudad o del reino. Pero, en palabras de San Agustín, en II De civ. Dei, la expresión pueblo, en opinión de los sabios, designa no el conjunto de la multitud, sino el cuerpo asociado con la anuencia del derecho y la comunión utilitaria. Es, por lo mismo, evidente, que la unidad a la que se opone la sedición es la unidad de derecho y de utilidad común. En consecuencia, la sedición se opone a la justicia y al bien común. Por eso la sedición es, por naturaleza, pecado mortal. Y es tanto más grave cuanto que el bien común, impugnado por la sedición, es mayor que el bien privado impugnado por la riña.
Sin embargo, el pecado de sedición recae, primera y principalmente, sobre quienes la promueven, los cuales pecan gravísimamente; después, sobre quienes les secundan perturbando el bien común. No se puede, sin embargo, llamar sediciosos a quienes defienden el bien común resistiendo, como tampoco se llama pendencieros a quienes se defienden, como hemos dicho (q.41 a.1).
A las objeciones:
1. La lucha lícita se hace en beneficio de la utilidad de la multitud, según hemos expuesto (q.40 a.1). La sedición, empero, se urde contra el bien común. Por eso es siempre pecado mortal.
2. La discordia en aquello que no es manifiestamente un bien puede darse sin pecado. No puede, en cambio, darse sin pecado la discordia en lo que es manifiestamente un bien. Este tipo de discordia es la sedición que se opone a la utilidad de la multitud, que es manifiestamente un bien.
3. El régimen tiránico no es justo, ya que no se ordena al bien común, sino al bien particular de quien detenta el poder, como prueba el Filósofo en III Polit. en VIII Ethic. De ahí que la perturbación de ese régimen no tiene carácter de sedición, a no ser en el caso de que el régimen del tirano se vea alterado de una manera tan desordenada que la multitud tiranizada sufra mayor detrimento que con el régimen tiránico. El sedicioso es más bien el tirano, el cual alienta las discordias y sediciones en el pueblo que le está sometido, a efectos de dominar con más seguridad. Eso es propiamente lo tiránico, ya que está ordenado al bien de quien detenta el poder en detrimento de la multitud.
LA LEGÍTIMA DEFENSA
Artículo 7: ¿Es lícito a alguien matar a otro en defensa propia?
[…]
Contra esto: está Ex 22,2, que dice: Si fuere hallado un ladrón forjando o socavando una casa, y siendo herido muriese, el que le hirió no será reo de la sangre vertida. Pero es mucho más lícito defender la vida propia que la casa propia. Luego también, si uno mata a otro en defensa de su vida, no será reo de homicidio.
Respondo: Nada impide que de un solo acto haya dos efectos, de los cuales uno sólo es intencionado y el otro no. Pero los actos morales reciben su especie de lo que está en la intención y no, por el contrario, de lo que es ajeno a ella, ya que esto les es accidental, como consta de lo expuesto en lugares anteriores (q.43 a.3; 1-2 q.72 a.1). Ahora bien: del acto de la persona que se defiende a sí misma pueden seguirse dos efectos: uno, la conservación de la propia vida; y otro, la muerte del agresor. Tal acto, en lo que se refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada. No es, pues, necesario para la salvación que el hombre renuncie al acto de defensa moderada para evitar ser asesinado, puesto que el hombre está más obligado a mirar por su propia vida que por la vida ajena.
Mas, puesto que no es lícito matar al hombre sino por autoridad pública y a causa del bien común, como consta por lo expuesto (a.3), es ilícito que un hombre se proponga matar a otro simplemente para defenderse a sí mismo, a menos que tenga autoridad pública el que se defiende, el cual, al proponerse matar a otro en su propia defensa, lo hace con vistas al bienestar público, como ocurre con el soldado que pelea contra los enemigos y con el agente del juez que combate contra los ladrones; aunque también pecan ambos si son movidos por pasión personal.
A las objeciones:
1. El argumento de autoridad de Agustín debe interpretarse con referencia al caso en el que alguien tenga intención directa de matar a un hombre para librarse él mismo de la muerte.
A este mismo argumento se constriñe también el otro argumento de autoridad, del libro De libero arbitrio, aducido en la objeción; de ahí que diga precisando: por estos bienes, con lo que designa la intención de homicidio.
2. De aquí se deduce la contestación a la segunda objeción.
3. El acto del homicidio, aunque sea sin culpa, entraña una irregularidad (canónica), como es claro en el caso del juez que condena a muerte a alguien con justicia; igualmente el clérigo, si al defenderse mata a alguien, incurre en irregularidad, aunque no tuviera intención de matarle, sino de defenderse a sí mismo.
4. El acto de fornicación o de adulterio no se ordena necesariamente a la conservación de la propia vida, como se ordena un acto del que algunas veces se sigue el homicidio.
5. Allí se prohíbe la defensa que va mezclada con deseo de venganza. De ahí que diga la Glosa: No os defendáis, esto es, no devolváis al adversario el mal que os ha hecho.
SOBRE LOS MUSULMANES.
En la Summa Theologiae, Santo Tomás de Aquino no aborda de manera específica a los musulmanes o el Islam. Sin embargo, en su obra Summa Contra Gentiles, escrita entre 1259 y 1265, dedica secciones a criticar aspectos del Islam y la figura de Mahoma. Por ejemplo, en el Libro I, capítulo 6, analiza la falta de evidencias milagrosas en la doctrina islámica. Además, en el Libro III, capítulo 69, critica la doctrina ocasionalista de ciertos teólogos musulmanes, conocidos como los Montecalminos, quienes negaban la causalidad en los entes creados para enfatizar la omnipotencia divina.
Pingback: Algunos artículos recomendados para esta primera sesión – Web oficial proyecto Con San Pelayo