Cuando Salomón heredó el trono de su padre David, lo primero que hizo fue pedir sabiduría a Dios para gobernar rectamente a su pueblo. Y, habiendo recibido esa sabiduría, su primer gran empeño fue construir el Templo del Señor en Jerusalén. Esto no fue para él un asunto menor ni meramente arquitectónico: Salomón entendía que el culto a Dios debía ocupar el centro de la vida del pueblo, y que toda la sociedad debía ordenarse alrededor del lugar santo donde mora el Altísimo.
Así, se dedicó personalmente a planificar la obra, a buscar y asegurar los materiales más nobles, a reclutar obreros expertos —tanto del pueblo de Israel como de reinos vecinos—, y a organizar el inmenso esfuerzo económico y humano que tal empresa requería.
Este ejemplo enseña que es deber del rey, y por extensión de todo político católico, cuidar ante todo de la gloria de Dios en la sociedad. Gobernar cristianamente es, también, asegurar que el culto divino tenga el lugar más digno y visible en la vida de la nación. No puede construirse una sociedad católica auténtica si los templos, las plazas, las calles y todo el urbanismo no están de algún modo pensados para conducir las almas hacia Dios.
Por eso, se recomienda leer en las Sagradas Escrituras cómo Salomón ordenó cada detalle de aquella magna empresa, pues en ella se muestra no solo su celo por las cosas de Dios, sino su sabiduría política: cómo organizó oficios, turnos, tributos, comercio de materiales, alianzas, y toda la maquinaria de la sociedad, poniéndola al servicio de la Casa del Señor. Es un modelo intemporal para entender que la verdadera política católica tiene como fin último la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Director proyecto Con San Pelayo.
— Luis Gonzaga Palomar Morán